domingo, 30 de octubre de 2011

La costa...

Para acompañar...



La costa...

Suena al fondo Dorotea Mele. Las líricas de Fabricio Campanelli se desplazan por la habitación, ondean las cortinas, con una brisa del oeste, tarde de luces ocre iluminan su estancia, dándole tonos nuevos, lentitud respirable, serenidad solo alterada por la intransigencia de los sentimientos.

Se levanta de la cama. Él se asoma a la ventana. Ve el mar, al fondo, con el sol poniéndose tras el manto de brillos irregulares y traviesos que es el mar. Se ve el pueblo, costero, de costumbres antiguas y comunicaciones nulas. Un pequeño resquicio del mundo, en una esquinita de la costa italiana, que escapa al paso del tiempo, que se resiste a desaparecer.

Él, desnudo, asomado a la ventana, impasible ante las más bella puesta de sol del mundo, contempla el mundo, las ricas muchachas semi-desnudas de blanco de la playa, alegres, danzantes, ajenas al resto del mundo, ajenas a su mirada.

No siente nada. Sabe que ellas se alegrarían si bajara y se uniera a un juego sin sentido, acompañado de cientos de risas pícaras, con un final en el que todos ganan.

Sin embargo, no baja. Quiere bajar. No baja.
Lo desea, desea poder desear a alguna otra, desea borrar su recuerdo de un plumazo, hacerla desaparecer, dejar de existir, trasladarse en el tiempo hasta antes de conocerla, para evitar toda una vida.

Desea prometerse no existir si puede evitarlo. El sol, conocedor de bienes y males de todo mortal, acaricia su piel, afecto inútil desperdiciado en capas de acero helado, quebrado por la existencia de su risa, sus ojos, su mirada.

El hierro oxidado de los bordes de la ventana se oscurece con la falta de luz, del gigante que finalmente se marcha para volver mañana, con el canto del gallo de plumas doradas, dando paso a la dama de blanco.

Las chicas de la playa han desaparecido, sus risas se han extinguido, dejando un rastro de antorchas y hogueras que se extienden por toda la cala.

Vuelve al interior de la habitación, acaricia por última vez las cortinas, coge los pantalones doblados sobre la silla, la camisa blanca de algodón egipcio, y se despide de la ventana y las vistas.

La noche es joven, aunque el mundo ha muerto.

De nuevo, se lo promete a si mismo

"No existiré mientras pueda evitarlo"



Cómo me gustaría poder exigirte que me obligaras a dejar de hacerlo...

sábado, 8 de octubre de 2011

Ninfa...

Puedes acompañar el relato con algo de sonido


Ninfa...

Te encontré buscándote bajo los arboles.
Corrías, ninfa descalza.
No pisabas, tus delicados pies no llegaban a posarse sobre el suelo, al rozar con las briznas de hierba verde, te elevabas sobre mí, mortal, que a nada de admirar tu belleza me sabía a poco el mundo.

Dejaba caer el peso de la armadura, muerta y fría, sobre el tenue resplandor de los reflejos en el rocío del sol naciente, al tiempo que tu delicada, etérea figura, danzaba entre pilares de madera, y el olor a tierra mojada se filtraba entre cada suspiro. Y a cada suspiro, una nube de vaho abandonaba mis labios, añorando unirse a la plenitud del puro aire, veloz, que corría rodeando troncos y saltando rocas.

Quería llamarte, aunque no conocía tu nombre. Oía tu risa, perseguía su sonido mientra este huía, atemorizado ante la idea de quedar atrapado entre los resquicios de un árbol o las grietas de una roca húmeda.
Las sombras se combinaban en un ritual sagrado con las luces del alba, intencionadamente, para dejarme entrever tu figura mientras danzabas, y saltabas y girabas, escondiéndote tras un tronco grueso, o saltando de nuevo intentando atrapar de nuevo un halo de luz.

Ya con solo un camisón de lana gruesa, blanco y sucio, y mis sandalias de cuero marrón, robustas cómo ningunas otras, trato de alcanzarte, con pasos torpes, apoyándome en cualquier tronco, perdido totalmente el equilibrio.

Te alejas, continuando tu danza eterna, y mientras yo me quedo atrás, pues el peso de mi mortalidad es demasiado para seguir tus pasos. Alzo la mano, en un vano intento de acariciarte la piel, aun siendo ya muchos los arboles que nos separan.

De nuevo, ya lejos, donde casi no puedo ver tu figura, te ríes, y yo, apoyado de espaldas contra madera húmeda, dejo el cuerpo caer por su peso, quedando sentado en el suelo, imaginando por última vez tu sonrisa.

Ahora toca partir hacia los Elíseos, y marcho triste, pues se que allí, en el paraíso, será donde no te pueda ver mas.


jueves, 6 de octubre de 2011

Ilumina tus sentidos con algo de sencillez

Sonido



Mañanas de primavera, mediodías de verano, tardes de otoño, noches de invierno.

Paz, risa, recuerdos, felicidad.

Aire, fuego, tierra, agua.

Flores, sol, hojas secas, nieve.

El simplismo del cubismo, reducido a una dimensión - .

Todo. Nada. La mitad. La parte que tú no quieras. Pizza.

Corre, corre, corre. Párate. Respira.

Prólogo.